Las frustraciones de Trump en política exterior se acumulan
Análisis por Stephen Collinson, CNN
Todos los presidentes de Estados Unidos piensan que pueden cambiar el mundo, y Donald Trump tiene un sentido de omnipotencia personal aún mayor que sus predecesores recientes.
Sin embargo, no le está yendo muy bien al presidente número 47. Trump puede intimidar a los titanes de la tecnología para que sigan la línea y utilizar el poder del Gobierno para intentar doblegar a instituciones, como la Universidad de Harvard, y a los jueces, pero algunos líderes mundiales son más difíciles de intimidar.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, que desafía los esfuerzos de Estados Unidos por poner fin a la guerra en Ucrania, sigue ignorándolo y humillándolo. Los medios de comunicación rusos ahora retratan a Trump como un tipo duro que siempre parpadea y nunca impone consecuencias.
El presidente también pensó que podría moldear a China a su antojo enfrentándose al líder Xi Jinping en una guerra comercial. Pero malinterpretó la política china. Lo único que un autoritario en Beijing nunca puede hacer es inclinarse ante un presidente estadounidense. Los funcionarios estadounidenses dicen ahora que están frustrados porque China no ha cumplido los compromisos destinados a reducir la tensión del conflicto comercial.
Al igual que con China, Trump cedió en su guerra arancelaria con la Unión Europea. Entonces, el comentarista del Financial Times Robert Armstrong enfureció al presidente al acuñar el término T. A. C. O., por las siglas “Trump Always Chickens Out” (Trump siempre se acobarda).
Todo el mundo pensaba que Trump estaría en la misma sintonía que Benjamin Netanyahu. Después de todo, en su primer mandato le ofreció al primer ministro de Israel prácticamente todo lo que quería. Pero ahora que está tratando de negociar la paz en el Medio Oriente, Trump se está dando cuenta de que prolongar el conflicto de Gaza es existencial para la carrera política de Netanyahu, al igual que Ucrania para Putin. Y la ambición de Trump de llegar a un acuerdo nuclear con Irán está frustrando los planes de Israel de aprovechar un momento de debilidad estratégica de la República Islámica para intentar destruir sus reactores militarmente.
Líderes poderosos persiguen sus propias versiones del interés nacional, que existen en una realidad paralela y en líneas temporales históricas y reales diferentes a las aspiraciones más cortas y transaccionales de los presidentes estadounidenses. La mayoría no son susceptibles a las demandas personales sin contrapartida. Y tras los intentos de Trump de humillar al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, y al presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, en el Despacho Oval, el atractivo de la Casa Blanca está decayendo.
Trump pasó meses en campaña el año pasado presumiendo de que su “muy buena relación” con Putin o Xi resolvería mágicamente los profundos problemas geopolíticos y económicos entre las potencias mundiales que podrían ser irresolubles.
No es ni mucho menos el primer líder estadounidense que sufre tales delirios. El presidente George W. Bush miró a los ojos al tirano del Kremlin y “percibió su alma”. El presidente Barack Obama despreció a Rusia como una potencia regional en decadencia y en una ocasión calificó a Putin como un “niño aburrido en el fondo del aula”. Eso no funcionó muy bien cuando el niño aburrido anexionó Crimea.
En términos más generales, todos los presidentes de EE.UU. del siglo XXI han actuado como si fueran hombres predestinados. Bush llegó al cargo decidido a no actuar como policía mundial. Pero los atentados del 11 de septiembre de 2001 lo convirtieron precisamente en eso. Inició guerras en Afganistán e Iraq, que Estados Unidos ganó, pero luego perdió la paz. Y su fallido objetivo de democratizar el mundo árabe durante su segundo mandato nunca llegó a buen puerto.
Obama intentó reparar la guerra global contra el terrorismo y viajó a Egipto para decir a los musulmanes que era hora de “un nuevo comienzo”. Los primeros años de su presidencia estuvieron marcados por la sensación de que su carisma y su trayectoria única serían en sí mismos un elixir global.
Joe Biden viajó por todo el mundo diciendo a todo el mundo que “Estados Unidos ha vuelto” tras expulsar a Trump de la Casa Blanca. Pero cuatro años después, en parte debido a su desastrosa decisión de presentarse a un segundo mandato, Estados Unidos —o al menos la versión internacionalista posterior a la Segunda Guerra Mundial— había vuelto a desaparecer. Y Trump había vuelto.
El populismo de “Estados Unidos primero” de Trump se basa en la premisa de que EE.UU. ha sido estafado durante décadas, sin importar que sus alianzas y su configuración del capitalismo global lo convirtieron en la nación más poderosa de la historia del planeta. Ahora, jugando a ser un hombre fuerte al que todos deben obedecer, está desperdiciando este legado y destrozando el poder blando de Estados Unidos —es decir, el poder de persuadir— con su beligerancia.
Los primeros cuatro meses de la presidencia de Trump, con sus amenazas de aranceles, sus advertencias de expansión territorial de Estados Unidos en Canadá y Groenlandia y la destrucción de los programas de ayuda humanitaria mundial, demuestran que el resto del mundo también tiene voz y voto en lo que sucede. Hasta ahora, los líderes de China, Rusia, Israel, Europa y Canadá parecen haber calculado que Trump no es tan poderoso como cree, que no hay ningún precio por desafiarlo o que su propia política interna hace que la resistencia sea obligatoria.
The-CNN-Wire
™ & © 2025 Cable News Network, Inc., a Warner Bros. Discovery Company. All rights reserved.