Crónica desde las ruinas: una reportera en el colapso de Jet Set en República Dominicana
Por Jessica Hasbún, CNN en Español
Era martes 8 de abril. No había dormido la noche anterior: solo se escuchaban ambulancias cruzando frente a mi ventana. Me resistí a mirar el celular durante la madrugada para no desvelarme; algo extraño en mí.
Mi alarma sonó a las 5:30 a. m., como cada día, pero no me levanté. Estaba agotada. Entré a WhatsApp y, para esa hora, ya tenía más de una docena de mensajes. El teléfono estaba repleto. Al abrir el primero, todo cambió.
Había colapsado el techo de la discoteca Jet Set. Me tiré de la cama. Sabía lo que venía: soy periodista. Y el deber llama.
A las 6:21 a. m., mientras me alistaba para salir hacia la escena del derrumbe, me llegó este mensaje: —“Jess, pero me dicen que Alexandra y… estaban ahí.” Respondí sin pensar: “¿¡Queeeee!?” y “No, no, no.”
Con el corazón en un puño, llamé a la madre de Alexandra. Solo me dijo: —“Sí, mi niña… ven, estamos aquí”.
La tragedia había tocado a mi puerta.
Pero no fue hasta llegar al lugar que entendí que no solo había tocado la mía… sino la de todo un país.
No había acceso por la calle. Tuve que bajarme y correr. El corazón me latía en la garganta. Las sirenas no cesaban. El aire… era denso, casi sólido. Y no fue hasta quedar frente al club que supe, sin margen de duda, que lo peor estaba por venir.
Mis padres ya estaban allí. Mi hermana también. Todos con la angustia dibujada en el rostro. Y la madre de Alexandra, en shock, con el rostro cenizo, el mismo color del espanto.
Las noticias buenas se colaban entre las malas, como gotas de agua en un incendio: cada vez que alguien era rescatado con vida, renacía una chispa de esperanza. Pero luego aparecía otra bolsa blanca. Una tras otra.
Durante horas estuve allí. Parecía una pesadilla. Quería —y necesitaba— despertar.
Escuché gritos desgarradores. Madres, padres, hijos, hermanos. El dolor tenía muchos nombres. Las ambulancias iban y venían. Y yo solo pensaba: que mi ser querida esté entre los que aún respiran.
Pasaban las horas y aumentaba la incertidumbre. Seguí firme. Cubrí todo en vivo para el país y el mundo, con un nudo en la garganta que a veces me rompía la voz. El sol me quemaba la piel. Los ojos me ardían, entre lágrimas y transmisiones.
Y la gente… su desesperación aumentaba la mía. Mi padre perdió a más de diez amigos ese día. Incluido su mejor amigo.
El Jet Set se convirtió en una tumba colectiva. La peor tragedia de este siglo en República Dominicana. Más de 230 muertos. Más de 180 heridos.
Las autoridades instalaron una carpa. Yo la llamé “la carpa de la muerte.” Después de las 3:00 p. m., nadie salió con vida.
Cuerpo tras cuerpo. Nombre tras nombre. La realidad nos golpeaba con una brutalidad que no se puede traducir. Era imposible no quebrarse.
Un mes después, estoy de vuelta. Aquí estuve desde la mañana de la tragedia, transmitiendo más de 16 horas, acompañando a familias enteras que solo pedían respuestas. Volver hoy se siente irreal. El silencio lo dice todo.
Esto solía ser un lugar de música, risas, celebración. La gente venía a bailar. A vivir.
Ahora solo quedan muros. Velas consumidas, flores marchitas, fotos desteñidas. Un altar de dolor.
Ya no es una discoteca. Es un monumento a las vidas que perdimos.
Sigo trabajando. Esta semana volví a revivirlo todo al entrevistar a sobrevivientes.
Patricia estuvo bajo los escombros siete horas. Su mejor amiga murió a sus pies. Elena, doctora, sobrevivió, pero perdió a su pareja y a sus cuñados. Víctor y Marisol también vivieron para contarlo.
Las heridas físicas sanan. Las del alma… no.
Una de ellas grabó los minutos antes del derrumbe y los segundos que lo siguieron. Las autoridades buscan reconstruir lo ocurrido. Ese video podría ser clave. Pero yo ya no necesito verlo: los gritos siguen vivos en mi memoria.
Un mes después, aún me llegan mensajes como este: —“Gracias por el apoyo a todos los que perdimos un ser querido. Yo perdí mis dos únicas hermanas en esa tragedia: Patricia Acosta y Yessica Acosta. Gracias del alma por el apoyo brindado. Dios te lo recompense.”
¿Cómo se sigue después de algo así?
No tengo todas las respuestas. Pero sí tengo una certeza: No podemos, ni debemos, olvidar.
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